Sancionar la Brutalidad en Colombia
por Robin Kirk «*», publicado en The Washington Times, el 10 de agosto de 1999

Las fuerzas armadas colombianas y sus admiradores de Washington afirman que el ejército más abusivo del hemisferio se ha reformado. Dicen que los soldados han purgado a los violadores de los derechos humanos de sus filas y están persiguiendo a los paramilitares que han convertido gran parte del país en un campo de exterminio.

¿[I]nvertir dinero ahora en [el ejército colombiano] traerá la paz? No hasta que el ejército rompa los viejos lazos con las tropas de choque civiles conocidas como paramilitares.

Robin Kirk, Investigadora, División de las Américas de Human Rights Watch


Mil millones de dólares sustentan esta afirmación. Un gobierno estadounidense inquieto teme que los dirigentes electos de Colombia estén buscando a tientas una apuesta por la paz. Mientras tanto, la cocaína sale en tropel del territorio cedido a las guerrillas marxistas con más intención de tomar el poder que de negociar. El argumento se extiende diciendo que sólo la ayuda militar masiva salvará a Colombia de caer en las manos de las "narcoguerrillas" — un término acuñado por un embajador estadounidense en los ochentas. Sobre la mesa está la asistencia para varios miles de tropas y al menos mil millones de dólares en asistencia de seguridad. Con la reciente muerte de cinco soldados estadounidenses, los costes van claramente más allá de lo económico.

Es cierto que Colombia es un desastre. ¿Pero invertir dinero ahora en su ejército traerá la paz? No hasta que el ejército rompa los viejos lazos con las tropas de choque civiles conocidas como paramilitares.

Durante décadas, las fuerzas de seguridad colombianas, especialmente el ejército, han empleado a estos paramilitares para combatir la guerra más sucia del hemisferio. Sus métodos son simples y brutales. Cuando entrevisté al líder paramilitar más destacado de Colombia, Carlos Castaño, hace tres años, no mostró ningún arrepentimiento por los asesinatos de maestros, miembros de consejos municipales, campesinos, niños, conductores de autobús, vendedores del mercado e incluso un sacerdote. "La mayoría de la gente que cae son guerrilleros o su base de apoyo", me aseguró. Cuando nos cargamos a uno, sabemos que estamos salvando a muchos que habrían sido asesinados en el futuro."

Se cree que las fuerzas del señor Castaño son responsables de la mitad de las 196 masacres registradas por las autoridades en 1998. La mayoría de las víctimas eran civiles, asesinados a sangre fría y con frecuencia mutilados. Reiteradamente, los observadores - investigadores del gobierno, grupos de derechos humanos, funcionarios eclesiásticos y hasta policías - informan de que los paramilitares actúan con la tolerancia y, en algunas ocasiones, el apoyo abierto del ejército.

El general colombiano Fernando Tapias dice que sus fuerzas ya no operan con los paramilitares y se sanciona a los oficiales que participan en atrocidades. Pero existen escasas pruebas que sustenten esta afirmación. Tuvo que haber una presión internacional sostenida para que el Presidente Andrés Pastrana destituyera finalmente el 9 de abril a los Generales Rito Alejo del Río y Fernando Millán, pendientes de juicio por su presunto respaldo de las atrocidades paramilitares. Esta acción largamente esperada se enfrentó a la oposición implacable del comandante del ejército, el General Jorge Mora, y todavía no ha conducido a una purga más amplia.

El General Mora continúa protegiendo a oficiales que violan los derechos humanos, tales como el General Jaime Uscátegui. Durante cinco días en 1997, el General Uscátegui ignoró las súplicas de un juez de Mapiripán mientras los hombres del señor Castaño disparaban y se abrían camino a machetazos entre 30 personas. Según los fiscales, soldados bajó las órdenes directas del General Uscátegui habían ayudado de hecho a los paramilitares a descargar armas en la base militar donde Estados Unidos mantenía la mayoría de sus aviones para la lucha antidroga.

En lugar de ponerle los grilletes al General Uscátegui, el ejército se las está ingeniando para que su caso quede en manos de un tribunal militar, cuya notoria tolerancia de los abusos a los derechos humanos ha demostrado sin lugar a dudas su incapacidad para administrar justicia.

Por cierto, docenas de militares de baja graduación acusados de asesinato y tortura han sido puestos a disposición de los tribunales civiles. Mientras tanto, sus superiores, quienes ordenaron, planearon y facilitaron las atrocidades, se enfrentan como mucho a un rapapolvo. Varios de ellos, como el General Uscátegui, han sido incluso recompensados con ascensos. Según las estadísticas del propio ejército colombiano, ningún oficial de alta graduación ha sido juzgado ante un tribunal civil por una violación de los derechos humanos.

La reciente reforma del código penal militar no se ocupó del problema, en el que se incluye la capacidad de los oficiales de eludir la responsabilidad alegando que se limitaron a cumplir órdenes. Mientras tanto, los paramilitares cometen una masacre tras otra delante de las narices de un ejército complaciente.

Ciertamente, el señor Pastrana necesita el apoyo de la comunidad internacional para arrancar la paz de las fauces de la guerra que asola a su país. Un ejército moderno y respetuoso de las leyes debe ser parte de esa paz.

Pero es demasiado pronto para que Estados Unidos se meta en la cama con una fuerza que continúa violando los derechos humanos - o que tolera a los que los violan. No debe enviarse ninguna ayuda a unidades y oficiales que participan o apoyan dichas tácticas. Y antes de considerar un sólo centavo del paquete de ayuda de "emergencia" de mil millones de dólares, Estados Unidos debe reclamar un progreso claro y mensurable de la lucha contra los paramilitares, que incluya la detención de lideres clave, una purga de los oficiales manchados y la adopción de mecanismos claros para investigar y sancionar los abusos a los derechos humanos. También ha de existir un plan creíble para combatir a las fuerzas paramilitares sobre el terreno.

Sin estas garantías, Estados Unidos se arriesga a convertirse en cómplice de las atrocidades, tapándose los ojos y haciendo oídos sordos a los ruegos de la población civil de Colombia.


Robin Kirk es una investigadora para Human Rights Watch.
INFORME 1998 — GUERRA SIN CUARTEL
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