Mexico


Abuso y desamparo
Tortura, desaparición forzada y ejecución extrajudicial en México


(New York: Human Rights Watch, 1999)

I. RESUMEN Y RECOMENDACIONES

La tortura, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales siguen siendo generalizadas en México, a pesar de las numerosas reformas legales e institucionales aducidas por los sucesivos gobiernos mexicanos como prueba de su compromiso con la protección de los derechos humanos. De hecho, se han producido reformas, pero éstas no han logrado disminuir, mucho menos resolver, estos problemas graves y aparentemente crónicos. Esto se debe en parte a que las autoridades no se han mostrado dispuestas a garantizar la aplicación enérgica de las leyes vigentes relacionadas con los derechos humanos; las autoridades tienen tendencia a cerrar filas y desmentir incluso la existencia de abusos bien documentados, en lugar de insistir en que se imparta justicia a los responsables.

 

  Las violaciones de los derechos humanos se derivan también de la protección ineficaz de las garantías individuales dentro del sistema de procuración e impartición de justicia.

Sin embargo, el problema va mucho más allá de la tolerancia oficial de los abusos y la impunidad. Las violaciones de los derechos humanos se derivan también de la protección ineficaz de las garantías individuales dentro del sistema de procuración e impartición de justicia, y del tratamiento poco estricto de estos abusos. Haciendo gala de una ignorancia consciente de los abusos o de una fabricación premeditada de pruebas, agentes del Ministerio Público procesan habitualmente a las víctimas utilizando pruebas obtenidas mediante la violación de sus derechos humanos y los jueces se valen de leyes y precedentes legales permisivos para condenarlos ignorando estos abusos. Frente a esta realidad profundamente inquietante, el Gobierno mexicano ha optado por tratar los problemas de derechos humanos como un asunto que debe ser manejado políticamente; combatido invocando estadísticas superficiales o enfrentado con reformas o iniciativas insuficientes.

En este informe, basado en una investigación realizada durante más de dos años, se documentan casos de tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales en cinco estados mexicanos. Se examinan los abusos violentos cometidos por policías o soldados y las acciones que después tomaron las autoridades políticas, los agentes del Ministerio Público y los jueces. Los casos permiten un análisis de tres fases interconectadas en los casos de violaciones de los derechos humanos: 1) las violaciones de las garantías individuales antes del abuso violento, entre ellas el arresto ilegal o la detención excediendo los límites establecidos por la ley; 2) las consiguientes violaciones violentas de los derechos humanos, como la tortura o la desaparición forzada; y 3) la forma en que los agentes del Ministerio Público y los jueces trataron los casos, lo que incluye el empleo de confesiones obtenidas tras una detención injustificada o prolongada o por medio de la tortura, además del empleo por parte de los jueces de precedentes legales que les permitan no cuestionar dichas pruebas. El Gobierno mexicano no ha estructurado el sistema de procuración e impartición de justicia para que la finalidad de la investigación de delitos y de la sanción a delincuentes esté enconsonancia con los objetivos de la protección de los derechos humanos y la promoción del Estado de derecho—independientemente de que la víctima sea un sospechoso de robo, un narcotraficante acusado o un presunto guerrillero de izquierdas.

Las víctimas de los abusos que aquí se analizan padecen no sólo los traumas físicos y psicológicos ligados a sus experiencias, de la misma manera que sus familiares—afligidos por la ejecución o desaparición forzada de sus seres queridos—, no sólo sufren la pérdida o incertidumbre en cuanto a su suerte. En adición a tales tormentos, también tienen que aguantar un sistema de procuración e impartición de justicia que es más propenso a investigar y procesar a las víctimas utilizando evidencia obtenida mediante violaciones de los derechos humanos que a asegurarse de que los responsables de los abusos vayan a prisión. De hecho, este múltiple insulto de tortura, desaparición forzada y ejecución extrajudicial, acompañado de la complicidad activa o tácita de los agentes del Ministerio Público y los jueces, fue lo que motivó a Human Rights Watch a iniciar este proyecto.

El problema no se limita a un área geográfica o a un tipo de delitos imputados a la víctima. Con el fin de establecer la amplitud del fracaso del sistema de procuración e impartición de justicia, recabamos estudios de casos de Oaxaca, un área del sur, pobre y predominantemente rural; de Morelos y Jalisco, estados de la región central industrializada; y de los estados fronterizos norteños de Baja California y Tamaulipas. Para demostrar la variedad de circunstancias en las que falla el sistema de justicia, estudiamos casos ocurridos en incidentes relacionados con la lucha contra la guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común.

 

  El Gobierno federal tiene la obligación de garantizar que se lleve a juicio a los responsable de cometer las violaciones.

La diversidad geográfica mexicana y sus complejas estructuras políticas y judiciales hacen que sea imposible afirmar que un organismo concreto del Gobierno es el responsable de cometer o tolerar la amplia gama de violaciones de los derechos humanos que tienen lugar en el país. El dedo acusador señala indistintamente a las autoridades estatales o federales, los oficiales policiales o militares, los agentes del Ministerio Público, los médicos legistas o los jueces. Algunos abusos se cometen dentro del contexto local, mientras otros se realizan en nombre de los intereses nacionales. No obstante, estas complejidades no deben desviar la atención de una realidad fundamental: en virtud del derecho internacional, el Gobierno federal mexicano tiene la obligación de garantizar que todas las personas sometidas a su jurisdicción puedan ejercer plenamente sus derechos humanos, estén libres de tortura y otros abusos, y tengan acceso efectivo a recursos legales cuando se produzcan estas violaciones. Cuando éstas se dan, el Gobierno federal es la entidad responsable. Al mismo tiempo, el Gobierno federal tiene la obligación de garantizar que se lleve a juicio a los responsable de cometer las violaciones. De conformidad con la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ambos ratificados por México, este principio se aplica independientemente de que la persona responsable de la violación de los derechos humanos sea un empleado federal, estatal o municipal.

Para entender por qué el Gobierno no ha tratado de manera adecuada las violaciones de derechos humanos de México, en este informe se revisan la retórica política sobre derechos humanos y las recientes reformas legales e institucionales en materia de derechos humanos. También se analiza el Programa Nacional de Promoción y Fortalecimiento de los Derechos Humanos, iniciativa anunciada a finales de diciembre de 1998.

Sobre todo a partir de la elección del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), las principales autoridades mexicanas han reconocido la existencia de violaciones de los derechos humanos y se han emprendido importantes reformas. Entre los cambios positivos cabe mencionar la creación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que ha desempeñado con frecuencia un papel importante en la promoción del respeto a los derechos humanos en casos concretos y en asuntos temáticos; la aprobación en 1991 de la Ley Federal para Prevenir y Sancionar la Tortura y las reformas constitucionales consiguientes para respaldar los derechos de los detenidos; así como las reformas electorales previas a las elecciones de julio de 1997, que fueron fundamentales para que se celebraran las elecciones más libres de la historia de México.

Lamentablemente, las violaciones atroces de los derechos humanos han persistido a pesar de dichas medidas. Al documentar los abusos y hacer un seguimiento de las víctimas dentro del sistema de procuración e impartición de justicia, este informe arroja luz sobre el cómo y el por qué del fracaso de la política declarada del Gobierno mexicano para proteger los derechos humanos y sancionar a los violadores de derechos humanos. Al mismo tiempo, plantea recomendaciones para las autoridades mexicanas, la Unión Europea, Estados Unidos y las organizaciones internacionales.

Tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales

La prensa mexicana e internacional tiende a prestar más atención a las violaciones de los derechos humanos relacionadas con la verdadera o presunta afiliación política de la víctima, o su presunta pertenencia a un grupo guerrillero de izquierdas, que a los abusos cometidos en otros contextos, como el narcotráfico o la delincuencia común. Sin embargo, las violaciones de los derechos humanos por motivos políticos no son en absoluto los únicos abusos ni los más habituales que se producen en México. Por ejemplo, en tres casos del estado de Tamaulipas investigados con detalle por Human Rights Watch, se demuestra el colapso delsistema de justicia estatal en casos de delincuencia común, como robos, asesinatos y posesión de drogas. Las autoridades estatales no sólo dejaron de supervisar adecuadamente estos casos, sino que justificaron las acciones de sus subordinados.

 

  Las violaciones de los derechos humanos por motivos políticos no son en absoluto los únicos abusos ni los más habituales que se producen en México.

Todo el peso del Ministerio Público cayó sobre Juan Lorenzo Rodríguez Osuna, víctima de detención arbitraria y tortura que fue procesado de manera deficiente y condenado por asesinato. En el momento de escribir este informe, su familia había pasado ya dos años luchando por justicia mientras Rodríguez Osuna languidece en prisión.

En Tamaulipas, el caso Rodríguez Osuna es el que demuestra con más claridad el trato inadecuado que los tribunales conceden a los casos de derechos humanos. La jueza estatal que condenó a Rodríguez Osuna por asesinato se empeñó en excluir pruebas que le favorecían, mientras admitía pruebas acusatorias obtenidas en condiciones que constituían una violación de los derechos humanos. Por ejemplo, aceptó una declaración de un presunto cómplice de Rodríguez Osuna a pesar de que éste se retractó alegando que la había firmado bajo presión psicológica y sin la presencia de sus abogados. De hecho, varios de los documentos emitidos supuestamente por el juzgado habían sido escritos en papel membretado del Ministerio Público, lo que sugería una connivencia entre el agente del Ministerio Público y la jueza.

Un juez federal también sentenció a Rodríguez Osuna por posesión de droga, basado exclusivamente en la misma declaración retractada que hizo el supuesto cómplice, a pesar de que no existía evidencia física que ligaba al acusado a la droga que se decía que poseía. Eventualmente, en apelación, se le declaró inocente del cargo, pero la mera existencia del proceso y el hecho de que el juez de primera instancia lo condenó demostraron que el sistema de procuración y administración de justicia no da la atención debida a criterios de derechos humanos; Rodríguez Osuna nunca debió haber sido procesado ni condenado en primer lugar.

El capítulo sobre Tamaulipas también documenta el caso de José Alfredo Ponce Reyes, víctima de violencia excesiva por parte de agentes policiales. Éstos abrieron fuego indiscriminadamente contra él y después lo abandonaron creyéndolo muerto. Con un impacto de bala en la cabeza, Ponce Reyes no falleció pero está confinado a una silla de ruedas y no puede hablar. Por su parte, los agentes eventualmente salieron libres después de rendir declaraciones contradictorias a los investigadores. Antes de consignar a los agentes por cargos leves, incluyendo “abuso de autoridad” y “lesiones”, el Ministerio Público no entrevistó a un testigo clave que había desmentido la versión de los hechos presentada por la policía.

En el caso de Erick Cárdenas, las autoridades en Tamaulipas no se esforzaron en absoluto por investigar su tortura y su muerte cuando estaba bajocustodia policial. Detenido después de una supuesta riña en la calle, se encontró el cadáver de Cárdenas en su celda poco después de que había entrado en custodia oficial. A pesar de que las autoridades han insistido que se suicidó, la evidencia física, incluyendo señales de tortura como testículos lesionados, indica que murió en la cárcel. Cuando Human Rights Watch entrevistó a la madre de la víctima, un año después de la muerte, las autoridades todavía no le habían tomado su declaración, a pesar de que fue una de las últimas personas que lo vio antes de la supuesta riña.

A diferencia de Tamaulipas, muchos de los abusos en Oaxaca derivan de la lucha del Gobierno federal contra la guerrilla. Desde 1996, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) ha operado en la región y ha llevado a cabo ataques sangrientos contra objetivos oficiales. Las autoridades civiles y militares han respondido con decisión contra los presuntos miembros del grupo armado. En septiembre de 1996, se inició una ofensiva que se concentró en la región de los Loxichas, donde los funcionarios consideraban que el EPR estaba especialmente bien organizado. Esta ofensiva se caracteriza por detenciones ilegales (que se dan ya sea sin orden de aprehensión o excediendo el plazo máximo para retener a detenidos), y por torturas y confesiones extraídas bajo coacción. Este informe se concentra en cuatro casos de tortura y procesamiento deficiente y una ejecución extrajudicial que tuvieron lugar durante esas operaciones. El panorama resultante es del uso de fuerza incontrolado en la lucha contra el EPR, combinado con una actitud de negligencia por parte de los funcionarios de todo el sistema de procuración e impartición de justicia.

 

  Muchos de los abusos en Oaxaca derivan de la lucha del Gobierno federal contra la guerrilla.

Víctimas en Oaxaca relataron a Human Rights Watch cómo la policía y el Ejército trabajaron en aquél entonces. Por ejemplo, uno de ellos recuerda que, tras pasar un día sin alimentos, “Me pedían sin parar que acusara a otras personas de ser miembros del EPR, y que firmara hojas de papel en blanco. Me negué. Fue entonces cuando empezaron a pegarme. Me desnudaron y ataron electrodos a mis testículos”. Por fin, después de más tortura y amenazas en contra de su familia, el hombre firmó las hojas. En lugar de dejarlo en libertad, como le habían prometido las autoridades, fue procesado y pasó un año en la cárcel antes de que un juez de apelación lo dejara en libertad por falta de pruebas. Otros detenidos fueron procesados a base de información que sólo consistía en testigos de oídas y sus propias confesiones coaccionadas. Algunas de las personas detenidas fueron finalmente puestas en libertad, en uno de los casos por un juez que se negó a aceptar testimonios claramente falsos—como la declaración en castellano de un hombre que sólo hablaba su lengua indígena y no tenía traductor.

Es alentador que estos hombres hayan sido puestos en libertad después del proceso de apelación. Sin embargo, el agente del Ministerio Público y el juez deprimera instancia habían aceptado evidencias que presentaban fuertes señales de haber sido fabricadas y que indicaban que los declarantes habían sido torturados. Dado que tales problemas forman parte de una práctica y que no son anomalías, las autoridades no pueden justificar su tolerancia hacia investigaciones y procesos defectuosos bajo el razonamiento de que el proceso de apelación podría corregirlos. La responsabilidad del Gobierno de garantizar que se acaten las normas de derechos humanos empieza al principio del proceso y se mantiene hasta el final.

Para agravar la situación en los casos de Oaxaca, los agentes del Ministerio Público desconocieron señales de tortura de las víctimas aun cuando éstas habían logrado obtener constancia médica del trato que sufrieron. Sólo después de la puesta en libertad de cuatro de los detenidos que tenían constancia médica de tortura, empezaron los agentes del Ministerio Público a investigar sus denuncias de tortura—un año después de los hechos. Y sólo comenzaron a investigarlas porque una organización de derechos humanos basada en Ciudad de México, que hizo investigaciones propias, los empujó a hacerlo. La investigación oficial se ha visto seriamente afectada por el transcurso de más de un año.

Este informe también documenta la ejecución extrajudicial en Oaxaca de Celerino Jiménez Almaraz, ocurrido en abril de 1997. Agentes policiales que pensaban que estaba ligado al EPR afirman que murió en una confrontación armada. Sin embargo, la evidencia señala que fue encontrado en su casa y ejecutado a quemarropa. Autoridades del Ministerio Público en Oaxaca inicialmente pidieron que investigadores policiales de la misma unidad responsable por la muerte condujeran la investigación. Después de quejas sostenidas por parte de una organización de derechos humanos en Ciudad de México, se asignó el caso a otros investigadores. Desde entonces, la investigación ha progresado lentamente. En el momento de redactar este informe, han pasado 18 meses sin que los responsables sean llevados a juicio.

Los casos de desapariciones forzadas documentados en este informe también demuestran que los agentes del Ministerio Público y los jueces no cuestionan los abusos graves. Al mismo tiempo, exponen la variedad de contextos en los que se producen violaciones de los derechos humanos en México. Las desapariciones forzadas—detenciones secretas y no reconocidas, seguidas por una falta de información oficial sobre el paradero de la víctima, abusos que pueden ser temporales o prolongados— tienen lugar en circunstancias relacionadas con la campaña contrainsurgente, las iniciativas antidroga y la delincuencia común. La desaparición forzada es una violación de los derechos humanos que requiere una intervención especialmente urgente, debido a que suele venir acompañada de la tortura y el asesinato. En dichos casos, la localización rápida de la víctima puede suponer su liberación en lugar del sufrimiento prolongado y la muerte.

En el contexto de la lucha antidroga, los tres casos que se documentan más adelante demuestran que los agentes del Ministerio Público federales y estatales no se tomaron en serio el crimen de desaparición forzada, o lo que es peor, se dispusieron a procesar a una de las víctimas sin preguntarse cómo llegaron a manos de las autoridades. Por ejemplo, en el caso de Rogelio y Raúl Verber Campos y Cecilio Beltrán Cavada, del estado de Baja California, transcurrió exactamente un año entre la fecha en que los familiares presentaron una denuncia ante la procuraduría federal por la desaparición forzada en enero de 1997 y la fecha en que fueron entrevistados en relación con el caso. Los agentes del Ministerio Público estatal que recibieron una denuncia similar nunca dieron ningún seguimiento al caso. El paradero de las víctimas, que según se cree fueron detenidas por el Ejército, sigue sin conocerse.

En los casos de Alejandro Hodoyán y Fausto Soto Miller, las pruebas demuestran que soldados los detuvieron ilegalmente por separado y los mantuvieron detenidos clandestinamente desde septiembre de 1996, al primero durante unos meses y al segundo durante varias semanas. Ambas víctimas informaron posteriormente sobre las semanas que sufrieron torturas. Cuando los soldados acabaron de sacar información a Hodoyán y Soto Miller sobre un cartel de la droga, los entregaron a los agentes del Ministerio Público federal, quienes no mostraron el mínimo interés por saber cómo habían llegado a manos de los militares o el trato que habían recibido. Finalmente, Hodoyán recibió la inmunidad legal y fue enviado a Estados Unidos. Los funcionarios estadounidenses, más interesados en obtener información sobre el tráfico de drogas que en proteger los derechos humanos, se convirtieron en cómplices de la desaparición forzada inicial de Hodoyán, a pesar de que la víctima era ciudadano de Estados Unidos. Cuando llevaba varias semanas detenido clandestinamente por el Ejército, un agente de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms, ATF) de EE.UU. se entrevistó con Hodoyán y reconoció que estaba siendo retenido ilegalmente. Hodoyán se identificó finalmente como ciudadano estadounidense y el agente de la ATF informó a la Embajada de Estados Unidos, pero nunca se tomaron medidas para ayudar a la víctima, a pesar de las peticiones desesperadas de los familiares a los funcionarios estadounidenses y mexicanos. De hecho, la entrevista con el agente de la ATF aumentó el interés de Estados Unidos en interrogar oficialmente a Hodoyán, cuya custodia pasó de los militares mexicanos a los agentes del Ministerio Público en Ciudad de México y finalmente a los fiscales estadounidenses en San Diego, California. Hodoyán huyó de Estados Unidos y, cuando regresó a México, volvió a “desaparecer”, esta vez a manos de un grupo de hombres que incluía una persona identificada por la madre deHodoyán, quien presenció la detención, como agente policial federal. Cuando se escribió este informe, se desconocía el paradero de Hodoyán.

Soto Miller también fue entregado a los agentes del Ministerio Público, pero, a diferencia de Hodoyán, fue procesado inmediatamente. Los funcionarios se basaron en una historia inverosímil para acusarle de delitos relacionados con el narcotráfico que presuntamente había cometido cuando, según indicaciones fuertes, se encontraba en realidad detenido clandestinamente por el Ejército. Le condenaron a 40 años de cárcel.

La Procuraduría General de la República no respondió a las preguntas relacionadas con los casos Hodoyán y Soto Miller que Human Rights Watch sometió por escrito.

 

  En Morelos, la policía estatal dirigía una banda de secuestradores y se beneficiaba de la tolerancia de los agentes del Ministerio Público.

Mientras que el caso Verber Campos-Beltrán Cavada demuestra que los agentes del Ministerio Público estatales y federales no investigan las desapariciones forzadas, y los casos Hodoyán y Soto Miller demuestran la complicidad activa de la Procuraduría General de la República, los casos ocurridos en el estado de Morelos que se documentan en este informe presentan un tercer tipo de responsabilidad por parte del Gobierno mexicano: el hecho de que no garantiza el funcionamiento adecuado de los sistemas de justicia estatales. En Morelos, la policía estatal dirigía una banda de secuestradores y se beneficiaba de la tolerancia de los agentes del Ministerio Público, que no investigaban los secuestros o las desapariciones forzadas por parte de la policía. En enero de 1998, las autoridades federales intervinieron finalmente y procesaron a los funcionarios del estado de Morelos que dirigían o encubrían a la banda de secuestradores, cuyos cabecillas resultaron ser miembros de la Unidad Antisecuestros de la policía estatal. Ese mismo mes, el jefe de la policía antisecuestros fue capturado cuando intentaba deshacerse del cadáver de un secuestrado que había fallecido repentinamente, lo que atrajo la atención de la prensa nacional e internacional. Las autoridades sólo actuaron cuando estalló el escándalo, a pesar de las quejas anteriores de la mala actuación profesional de la policía y los agentes del Ministerio Público del estado de Morelos.

El caso de José Alberto Guadarrama García, que se documenta más adelante, es una muestra del funcionamiento de la policía de Morelos. La policía antisecuestros de Morelos “desapareció” a Guadarrama García en marzo de 1997, pero los agentes del Ministerio Público no iniciaron el caso contra uno de los agentes del cuerpo ni siquiera después de haber reunido considerables pruebas acusatorias. Siete meses después del secuestro de Guadarrama y tras intensas presiones de las organizaciones de derechos humanos mexicanas e internacionales y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, las autoridades solicitarony obtuvieron una orden de detención contra el agente, pero por aquel entonces éste ya había huido.

En la práctica en México, el recurso de amparo, el cual permite parar las acciones anticonstitucionales de las autoridades, debería ser el método idóneo para forzar a que los agentes aprehensores devolvieron a los “desaparecidos”. Sin embargo, en la práctica, resulta ser ineficaz, ya sea porque los jueces niegan conceder el amparo si no se sabe en cuál centro detención está la víctima, porque las autoridades no buscan a los “desaparecidos” con vigor en casos en que se concede el amparo, o bien porque las autoridades responsables de la desaparición forzada simplemente niegan tener a la víctima en su poder.

Debilidades en materia de derechos humanos del sistema de procuración e impartición de justicia

Tanto en los hechos como en el derecho, el sistema de procuración e impartición de justicia de México es fundamentalmente ambiguo con relación a las pruebas obtenidas durante o después de violaciones de los derechos humanos, entre ellas las detenciones y los cateos ilegales, la indebida prolongación de la detención y la tortura u otras formas de coacción. El problema no es tanto que los agentes del Ministerio Público y los jueces que tienen interés en trabajar conforme a los principios de derechos humanos no puedan encontrar bases para hacerlo en las leyes existentes. De hecho, se podría interpretar la Constitución y las leyes en el sentido que habría que desechar evidencias obtenidas a través de violaciones de los derechos humanos y que habría que investigar y procesar a los agentes del Ministerio Público y los jueces que aceptan tales evidencias. Más bien, el problema radica en que la ley suele ser vaga en estos asuntos, y los tribunales muchas veces fallan a favor de la aceptación de evidencia que ha sido cuestionada.

 

  Los jueces desestiman los indicios de mal comportamiento profesional de la policía o de los agentes del Ministerio Público.

En lo que concierne a la evidencia obtenida a través de violaciones de derechos humanos, el derecho mexicano es más claro en relación a confesiones rendidas bajo tortura. Las confesiones hechas en tales circunstancias no son válidas en los tribunales, aunque esta prohibición no es aplicada efectivamente. Asimismo, no se han desarrollado principios para asegurar que otras situaciones coercitivas, como detenciones arbitrarias, invaliden la evidencia obtenida a través de tal abuso. La detención arbitraria y la reclusión por encima del límite temporal establecido por la ley constituyen delitos cometidos por funcionarios públicos, pero no necesariamente afectan la situación legal del detenido una vez que se han ejercido acción penal contra él. Asimismo, como han dictado los juzgados mexicanos, la detención y la reclusión ilegales no siempre son motivo suficiente para rechazar las declaraciones efectuadas durante o después de éstas. Por lo tanto, los agentes del Ministerio Público federales y estatales no interrogan a la policía sobre las circunstancias de la detención y la reclusión, o incluso participan en la fabricación de pruebas para facilitar el procesamiento. Por su parte, los jueces desestiman los indicios de mal comportamiento profesional de la policía o de los agentes del Ministerio Público.

Human Rights Watch no afirma que todos los agentes del Ministerio Público y jueces aceptan la comisión de violaciones de los derechos humanos durante las tareas de hacer cumplir la ley o procesales. De hecho, este informe incluye análisis de sentencias que rechazan el uso de evidencia obtenida a través de violaciones de derechos humanos. Lo que hay que resaltar es que la legislación mexicana y la interpretación que han hecho de ésta los jueces deja considerablemente abierta la posibilidad de que los jueces no tomen en cuenta violaciones de derechos humanos en la determinación de sus decisiones. Como demuestran los casos que se exponen en este informe, deciden no hacerlo con demasiada frecuencia. El problema tiene tres aspectos. En primer lugar, la carga de la prueba de la coacción recae en los testigos, las víctimas y los acusados, que con frecuencia tienen que intentar establecer lo que les pasó en contra de los deseos de los agentes del Ministerio Público. Dada la naturaleza inherentemente coercitiva de cualquier detención, los jueces deberían insistir en que se respeten las garantías procesales fundamentales—incluyendo los plazos y formas establecidos tanto para que los agentes policiales entreguen los detenidos a los agentes del Ministerio Público, como para que los agentes del Ministerio Público entreguen los detenidos a un juez; y la escrupulosa observación de la necesidad de que los declarantes cuenten con un defensor o "persona de confianza"—para minimizar la posibilidad de que la coacción induzca a falsas conclusiones alcanzadas durante el proceso judicial. Asimismo, deben insistir en que ante denuncias de violaciones de esta índole haya una investigación del abuso que se alega. Las violaciones de estas garantías deben llevar a suponer que las declaraciones posteriores fueron coaccionadas y en consecuencia inválidas; esta presunción sólo podría llegar a cambiarse después que el agente del Ministerio Público pruebe que no hubo coacción.

En segundo lugar, incluso cuando la existencia de la coacción es probable o se ha demostrado, muy seguido los jueces se exceden y aceptan las pruebas impugnadas. Un elemento clave para que puedan actuar así es “el principio de inmediatez procesal”, que corresponde al concepto sostenido en México de que la primera declaración de un detenido tiene mayor valor legal que los testimonios posteriores. En otros países latinoamericanos, el principio se interpreta en el sentido de que cualquier declaración para ser utilizada en el proceso debe ser rendida ante la persona quien tomará la decisión sobre la culpabilidad o la inocencia del inculpado. Sucede así porque el juez puede evaluar la declaración dentro delcontexto controlado en el que se hizo. En México, sin embargo, la interpretación del principio es que existen menos posibilidades de influir la primera declaración oficial de un detenido, hecha ante un agente del Ministerio Público, que los testimonios posteriores ante agentes del Ministerio Público o jueces, a pesar de que en México la realidad ha sido que es más probable que se coaccione la primera declaración. Cuando un detenido comparece ante un juez y se retracta de una declaración hecha ante un agente del Ministerio Público, alegando coacción, los jueces pueden citar este principio para no tener que determinar si se coaccionó al detenido, ni interrogar a la policía y los agentes del Ministerio Público que pueden estar actuando de mala fe. Los jueces citaron este principio en cuatro de los casos revisados en este informe, hasta límites extremos en un caso de Tamaulipas en el que se condenó a un hombre basándose exclusivamente en una declaración de la que se había retractado el supuesto testigo quien le había inculpado.

Finalmente, el sistema de abogados de oficio de México es tan notoriamente débil—hasta el punto que el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre la tortura señaló en 1998 que “no cabe contar con el defensor de oficio para la defensa”—que la existencia de garantías procesales formales ofrece muy pocas protecciones reales a las víctimas. En 1990, con la intención de reducir la coacción en la toma de declaraciones por parte de los agentes del Ministerio Público, México instituyó un sistema de “persona de confianza”, nombrada por el acusado para que esté presente cuando se realice cualquier declaración. No obstante, cuando los jueces ignoran habitualmente las garantías individuales, este sistema legal, al igual que el de los abogados de oficio, no ofrece salvaguardias reales.

En México, la actitud de la policía, los agentes del Ministerio Público y los jueces debe pasar del enfoque de que "el fin justifica los medios" al enfoque del Estado de derecho: las violaciones de los derechos humanos padecidas por los sospechosos y otros detenidos deben ser consideradas inaceptables en cualquier circunstancia, y México debe desarrollar y aplicar normas que excluyan del proceso judicial las pruebas obtenidas por medio del abuso. La inadmisibilidad de las pruebas obtenidas por medio de violaciones de los derechos humanos excluiría del proceso judicial las pruebas poco fidedignas y se convertiría a la vez en un elemento de disuasión para las autoridades abusivas, que verían cómo los juzgados rechazan casos porque se han cometido violaciones graves de los derechos humanos durante la investigación y el procesamiento. Para poder garantizar que todas las declaraciones o confesiones utilizadas en el proceso judicial se hacen libremente, México debe promover cambios constitucionales que sólo den validez a las declaraciones hechas ante un juez.

Cualquier iniciativa real del Gobierno para eliminar del proceso judicial pruebas, declaraciones y confesiones obtenidas por medio de la violación de los derechos humanos debe incluir también el establecimiento de un sistema eficaz para garantizar que exista responsabilidad por las acciones de la policía, los agentes del Ministerio Público y los jueces, garantizando, por supuesto, que no se comprometa la independencia de la judicatura. En cada fase del proceso, los abusos bien documentados, supuestos o denunciados deben ser investigados detenidamente, y las denuncias confirmadas deben conllevar el rechazo de pruebas obtenidas por medio de prácticas abusivas. Los jueces mexicanos deben tener la responsabilidad concreta de garantizar que los testigos, los sospechosos, los acusados y los condenados no sean víctimas de violaciones de los derechos humanos. Los consejos judiciales federales y estatales ya existentes—responsables de la administración de los juzgados—deben incluir la protección de los derechos humanos en su evaluación de los jueces. Los agentes del Ministerio Público que cometen o toleran violaciones deben ser sancionados por sus superiores, y los jueces deben rechazar las malas actuaciones de los agentes del Ministerio Público. A su vez, los agentes del Ministerio Público deben hacer responsable a la policía de los abusos cometidos en el transcurso de la tarea de hacer cumplir la ley. El Código Penal mexicano ya tipifica “delitos contra la administración de justicia”, los cuales pueden ser interpretados para penalizar la aceptación, por parte de agentes del Ministerio Público o jueces, de evidencia obtenida a través de violaciones de derechos humanos. Esta disposición podría formar la esencia de una campaña agresiva por parte del Procurador General de la República y los consejos de la judicatura en contra de quienes siguen consignando, procesando o sentenciando sin dar la debida consideración a principios de derechos humanos.


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