Informe Anual 2003

La guerra en Irak no es una intervención humanitaria
Por Ken Roth


Informe Anual 2004
    Informe Anual 2004
 

Se suponía que la idea de intervención humanitaria fue una política propria de los años noventa. El uso de la fuerza militar en el extranjero para detener asesinatos en masa se consideraba un lujo, en una época en que las preocupaciones por la seguridad nacional entre las principales potencias eran menos acuciantes y los problemas de la seguridad de la humanidad podían ponerse en la palestra. Somalia, Haití, Bosnia, Kosovo, Timor Oriental y Sierra Leona, intervenciones justificadas en mayor o menor grado en términos humanitarios, fueron desechadas como productos de un interludio inusual entre las tensiones de la Guerra Fría y la amenaza creciente del terrorismo. Se dijo que el 11 de Septiembre cambió todo eso, demostrando una vuelta a los problemas de seguridad más inmediatos. Sin embargo, con la campaña contra el terrorismo en pleno desarrollo, el año pasado ha presenciado, sorprendentemente, cuatro intervenciones militares que sus instigadores han calificado, en su totalidad o en parte, como humanitarias.

En principio, sólo se puede aplaudir este renovada preocupación por el destino de las víctimas lejanas. ¿Qué podría ser más virtuoso que arriesgar la vida o una extremidad para salvar de una matanza a personas distantes? Pero el uso habitual del calificativo de humanitaria oculta diferencias importantes entre estas intervenciones. La intervención francesa en la República Democrática del Congo, respaldada posteriormente con el reforzamiento de la presencia de las tropas de pacificación de la ONU, estuvo claramente motivada por el deseo de detener la masacre en curso. En Liberia y Côte díIvoire, las fuerzas del Oeste de África y Francia intervinieron para garantizar la aplicación de un plan de paz, pero también tuvieron una importante función humanitaria. (Estados Unidos participó brevemente en la intervención en Liberia, pero el puñado de tropas que desplegó tuvo una escasa repercusión.) Todas estas intervenciones africanas fueron aprobadas inicialmente y en última instancia por el Consejo de Seguridad de la ONU. De hecho, en cada uno de los casos, el gobierno local reconocido consintió la intervención, aunque bajo diferentes niveles de presión.

En contraste, la coalición de fuerzas liderada por Estados Unidos justificó la invasión de Irak por una variedad de razones, una de las cuales—comparativamente menor—era humanitaria. El Consejo de Seguridad no aprobó la invasión y el gobierno iraquí, con su existencia en juego, se opuso violentamente a ésta. Es más, mientras las intervenciones africanas fueron asuntos modestos, la guerra de Irak fue masiva y conllevó una campaña importante de bombardeos y el despliegue de 150.000 tropas de tierra.

El propio tamaño de la invasión, la participación destacada de la superpotencia mundial y la enorme controversia suscitada por la guerra hicieron que el conflicto iraquí hiciera olvidar el resto de las acciones militares. Para mejor o peor, esta prominencia fortaleció su influencia en la opinión pública con respecto a las intervenciones armadas, que, según sus promotores, estaban justificadas por razones humanitarias. El resultado es que, en una época de renovado interés en las intervenciones humanitarias, la guerra de Irak y el esfuerzo por justificarla en términos humanitarios, aunque fuera en parte, amenaza con manchar el nombre de estas intervenciones. Alimentar el cinismo sobre el uso de la fuerza militar para fines humanitarios podría ser devastador para las personas que necesiten ser rescatadas en el futuro.

Human Rights Watch no adopta normalmente una posición sobre si un país debe ir a la guerra. Los asuntos a considerar suelen exceder nuestro mandato y una posición de neutralidad maximiza nuestra capacidad para presionar a todas las partes en conflicto para que eviten dañar a la población civil. Sólo hacemos una excepción en situaciones extremas que requieran una intervención humanitaria.

Dado que el objetivo principal de la guerra de Irak no era salvar al pueblo iraquí del asesinato oficial en masa y que dicha matanza no estaba ocurriendo ni era inminente, Human Rights Watch no adoptó una posición a favor o en contra de la guerra en ese momento. Ocasionalmente se esgrimieron razones humanitarias para la guerra, pero fueron tan claramente secundarias frente a otros motivos que no sentimos la necesidad de abordarlas. De hecho, si Saddam Hussein hubiera sido derrotado y se hubiera abordado fiablemente el asunto de las armas de destrucción masiva, está claro que no habría habido una guerra, aunque el gobierno sucesor fuera igual de represivo. Algunos argumentaron que Human Rights Watch debería apoyar una guerra iniciada por otros motivos, si pudiera mantenerse que iba a provocar una mejora significativa de la situación de los derechos humanos. Pero el riesgo sustancial de que las guerras libradas sin objetivos humanitarios amenacen los derechos humanos nos impide adoptar esa posición.

Con el tiempo, las principales justificaciones ofrecidas originalmente para la guerra de Irak han perdido mucha de su fuerza. Más de siete meses después de la declaración del fin de las principales hostilidades, no se han encontrado armas de destrucción masiva. No se ha encontrado ninguna relación anterior a la guerra entre Saddam Hussein y el terrorismo internacional. La dificultad para establecer instituciones estables en Irak está haciendo que el país sea un escenario improbable para la promoción de la democracia en Oriente Medio. Con el paso del tiempo, la justificación dominante que le queda al gobierno de Bush es que Saddam Hussein era un tirano que merecía ser derrotado—un argumento para la intervención humanitaria. El gobierno cita ahora esta razón no simplemente como un beneficio secundario de la guerra, sino como la principal justificación para la misma. Se siguen mencionando regularmente otras razones, pero la justificación humanitaria ha ganado protagonismo.

¿Supera esta afirmación un examen detallado? La cuestión no es simplemente si Saddam Hussein era un líder despiadado, lo era ciertamente. La cuestión es más bien si existían las condiciones que justificarían una intervención humanitaria—condiciones que van más allá del nivel de represión. Si es así, habría que aceptarlo por honestidad, a pesar de la impopularidad de la guerra en el mundo. Si no es así, también es importante reconocerlo, ya que permitir que el argumento de la intervención humanitaria sirva de pretexto para una guerra librada por otros motivos amenaza con empañar un principio cuya viabilidad es tan esencial para salvar incontables vidas.

Al examinar si es apropiado entender la invasión de Irak como una intervención humanitaria, nuestro propósito no es determinar si la coalición liderada por Estados Unidos debería haberse embarcado en una guerra por otras razones. Como se señala anteriormente, esto conlleva juicios que escapan a nuestro mandato. Ahora que los promotores del conflicto utilizan de manera tan significativa una razón humanitaria para la guerra, la necesidad de examinar esta justificación es más importante. Concluimos que, a pesar de los horrores del régimen de Saddam Hussein, la invasión de Irak no puede justificarse como una intervención humanitaria.

Los criterios para una intervención humanitaria

A diferencia de muchos grupos de derechos humanos, Human Rights Watch cuenta con una antigua política sobre intervenciones humanitarias. La guerra conlleva enormes costes humanos, pero reconocemos que el imperativo de detener o prevenir el genocidio u otras masacres sistemáticas puede justificar a veces el uso de la fuerza militar. Por esa razón, Human Rights Watch han defendido la intervención humanitaria en raras ocasiones—por ejemplo, para detener el genocidio en curso en Ruanda y Bosnia.

Sin embargo, la acción militar no debe tomarse a la ligera, ni siquiera con fines humanitarios. Se podría utilizar la fuerza militar con más inmediatez cuando un gobierno enfrentado a abusos en su territorio solicite la asistencia militar extranjera—como en el caso de tres recientes intervenciones en África. Pero la intervención militar por demostradas razones humanitarias sin el consentimiento del gobierno debería utilizarse con extrema precaución. Para establecer los criterios que, según creemos, deben regir dicha acción militar no consentida, partimos de los principios fundamentales de nuestra propia política sobre intervenciones humanitarias y nuestras experiencias con su aplicación. También tenemos en cuenta otros documentos relevantes, como el informe de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía Estatal, patrocinada por el gobierno de Canadá.

En nuestra opinión y como cuestión de mínimos, la intervención militar sin el consentimiento del gobierno afectado sólo puede justificarse por la existencia de un genocidio en curso o inminente, o una matanza o pérdidas de vida en masa comparables. Afirmando lo obvio, la guerra es peligrosa. En teoría, puede ser quirúrgica, pero, en realidad, suele ser altamente destructiva y plantea el riesgo de un enorme derramamiento de sangre. Creemos que sólo el asesinato a gran escala puede justificar la muerte, la destrucción y el desorden que con tanta frecuencia conlleva la guerra y la posguerra. Otras formas de tiranía son deplorables y vale la pena esforzarse intensamente por acabar con ellas, pero, en nuestra opinión, no alcanzan el nivel que justificaría la extraordinaria respuesta de la fuerza militar. Sólo la matanza en masa podría permitir la pérdida deliberada de vidas que implica el uso de la fuerza militar por razones humanitarias.

Además, la capacidad para el uso de la fuerza militar es limitada. El fomento de la acción militar para enfrentar abusos menores puede provocar una falta de capacidad para intervenir cuando las atrocidades son más graves. La invasión de un país, especialmente sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, también perjudica al orden jurídico internacional, de por sí importante para proteger los derechos humanos. Por estas razones, creemos que la intervención militar debe reservarse para situaciones relacionadas con los asesinatos en masa.

Entendemos que asesinatos “en masa” es un término subjetivo que permite varias interpretaciones, y no proponemos una medida cuantitativa única. También reconocemos que el nivel de asesinatos que, como organización de derechos humanos, consideramos suficiente para justificar una intervención humanitaria podría ser perfectamente diferente del nivel que pueda establecer un gobierno. Sin embargo, en cualquiera de las circunstancias y dados los importantes riesgos que conlleva el uso de la fuerza militar, la intervención militar debe ser la excepción—reservada para las circunstancias más terribles.

Si se cumple este elevado criterio mínimo, podemos considerar otros cinco factores para determinar si el uso de la fuerza militar puede calificarse de humanitario. Primero, la acción militar tiene que ser la última opción razonable para detener o prevenir una matanza, la fuerza militar no debe usarse con fines humanitarios si se dispone de alternativas efectivas. Segundo, la intervención debe estar regida principalmente por un objetivo humanitario, no esperamos que las intenciones sean puras, pero el humanitarismo debe ser la razón dominante para la acción militar. Tercero, se deben hacer todos los esfuerzos posibles para garantizar que los propios medios utilizados para intervenir respetan los derechos humanos y el derecho humanitario, no suscribimos la opinión de que algunos abusos pueden tolerarse en nombre de la detención de otros. Cuarto, tiene que ser razonablemente probable que la acción militar cause más bien que mal, no debe intentarse la intervención militar si parece probable que vaya a aumentar la conflagración o incrementar significativamente el sufrimiento. Finalmente, preferimos que la intervención militar haya sido aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU u otros organismos multilaterales con una autoridad significativa. Sin embargo, en vista de la naturaleza imperfecta de la actual gobernabilidad internacional, no requeriríamos la aprobación multilateral en un contexto de emergencia.

Dos consideraciones irrelevantes

Antes de aplicar estos criterios al caso de Irak, vale la pena señalar dos factores que consideramos irrelevantes para determinar si una intervención puede justificarse por razones humanitarias. Primero, somos conscientes y rechazamos el argumento de que la intervención militar no puede justificarse si se ignoran otros lugares que la necesitan igual o más. La represión fue dura en Irak, pero se podría argumentar que fue peor en otros países. Por ejemplo, se calcula que, en los últimos años, más de tres millones de personas han perdido la vida a causa de la violencia, las enfermedades y la exposición al clima durante el conflicto en la República Democrática del Congo (RDC). Sin embargo, la intervención en la RDC fue tardía y modesta en comparación con la de Irak. No obstante, si las matanzas en Irak hubieran justificado la intervención militar, sería insensible obviar la terrible situación de estas víctimas simplemente porque otras víctimas estaban siendo olvidadas. En este caso, debería promoverse la intervención en ambos lugares, y no rechazarla en uno por ser débil o inexistente en el otro.

Segundo, somos conscientes y también rechazamos el argumento que la complicidad de Estados Unidos en la represión iraquí en el pasado debería impedir la intervención estadounidense en Irak por razones humanitarias. Este argumento se basa en el sórdido historial del gobierno de Estados Unidos en Irak, en los ochenta y principios de los noventa. Cuando el gobierno iraquí estaba utilizando armas químicas contra las tropas iraníes en los ochenta, el gobierno de Reagan le proporcionaba información de inteligencia. Después del genocidio de Anfal contra los kurdos iraquíes, en 1998, los gobiernos Reagan y de Bush padre suministraron miles de millones de dólares a Bagdad en forma de créditos en especie y garantías de préstamos a las importaciones. La despiadada represión del levantamiento de 1991 por parte del gobierno iraquí se vio facilitada por el consentimiento del gobierno de Bush padre para que Irak usara helicópteros—una autorización aún más insensible, si se tiene en cuenta que el entonces presidente Bush había fomentado inicialmente el levantamiento. En cada uno de estos casos, Washington consideró más importante derrotar a Irán o evitar la influencia iraní en un Irak potencialmente desestabilizado que impedir o prevenir una matanza a gran escala. Condenamos dichos cálculos estratégicos. Sin embargo, no negaríamos la ayuda a las posibles víctimas de un genocidio simplemente porque la posible fuerza de intervención no tuviera las manos limpias en el pasado.

El nivel de asesinatos

Al considerar los criterios que justificarían una intervención humanitaria, el más importante, como señalamos anteriormente, es el nivel de asesinatos: ¿estaba produciéndose o era inminente un genocidio o una matanza en masa comparable? A pesar de la brutalidad del régimen de Saddam Hussein, en marzo 2003, el alcance de los asesinatos cometidos por el gobierno iraquí no revestía la excepcional y alarmante magnitud que justificaría una intervención humanitaria. No nos hacemos ilusiones sobre la brutal falta de humanidad de Saddam Hussein. Después de haber dedicado mucho tiempo y esfuerzos a documentar sus atrocidades, calculamos que, en los últimos 25 años de mandato del Partido Baath, el gobierno iraquí asesinó o “desapareció” a un cuarto de millón de ciudadanos, si no más. Además, se tienen que considerar abusos tales como el uso de armas químicas contra los soldados iraníes. Sin embargo, cuando se produjo la invasión de marzo de 2003 había decaído el nivel de asesinatos por parte de Saddam Hussein.

En el pasado, hubo momentos en que las matanzas fueron tan intensas que habría estado justificada una intervención humanitaria—por ejemplo, durante el genocidio de Anfal de 1988, en el que el gobierno iraquí asesinó a unos 100.000 kurdos. De hecho, aunque acababa de echar a andar y aún no trabajaba en el Oriente Medio en 1988, Human Rights Watch defendió algún tipo de intervención militar en 1991, cuando empezamos a ocuparnos de Irak. Cuando los kurdos iraquíes que huían de la brutal represión de Saddam Hussein, después del levantamiento posterior a la Guerra del Golfo, estaban desamparados e iban muriendo bajo el duro invierno de la montañosa frontera con Turquía, defendimos la creación de una zona de exclusión aérea en el norte de Irak para que pudieran regresar a sus hogares sin sufrir un nuevo genocidio. También hubo otros momentos de intensidad en las matanzas, tales como la represión de los levantamientos de 1991. Pero después de la última guerra en Irak, nadie niega que la magnitud de los asesinatos cometidos por el gobierno iraquí no alcanzara ni de lejos el nivel anterior, y que hubiera sido así durante algún tiempo. “Mejor tarde que nunca” no es una justificación para una intervención humanitaria, que debe tolerarse únicamente para detener los asesinatos en masa, no para castigar a sus responsables, por muy deseable que sea el castigo en dichas circunstancias.

Pero, si Saddam Hussein había cometido atrocidades en el pasado, ¿la prevención de la reanudación de estas atrocidades en el futuro no justificaba su derrocamiento? No. Human Rights Watch acepta que la intervención militar puede ser necesaria no sólo para detener una matanza en curso, sino también para prevenir su ocurrencia en un futuro, pero este futuro debe ser inminente. Para justificar el recurso extraordinario a la fuerza militar con fines humanitarios preventivos, tienen que existir pruebas de que se está fraguando una matanza a gran escala y está a punto de ocurrir a no ser que se detenga por la vía militar. Pero nadie afirmó seriamente antes de la guerra que el gobierno de Saddam Hussein estaba planeando un inminente asesinato en masa, y no han aparecido pruebas en este sentido. Se alegó que Saddam Hussein, por su historial de haber gaseado a los soldados iraníes y los kurdos iraquíes, estaba planeando la entrega de armas de destrucción masiva a las redes terroristas, pero estas acusaciones eran totalmente especulativas y no ha aparecido ninguna prueba fundada. También se temía que el gobierno iraquí pudiera responder a una invasión con el uso de armas químicas o biológicas, quizá incluso contra su propio pueblo, pero nadie sugirió seriamente que dicho uso era una posibilidad inminente en ausencia de una invasión.

Esto no implica que deban olvidarse las atrocidades cometidas en el pasado. Por el contrario, sus responsables deben ser enjuiciados. Human Rights Watch ha dedicado enormes esfuerzos a investigar y documentar las atrocidades cometidas por el gobierno iraquí, especialmente el genocidio de Anfal contra los kurdos iraquíes. Hemos entrevistado a testigos y sobrevivientes, exhumado fosas comunes, tomado muestras del terreno para demostrar el uso de armas químicas y examinado literalmente toneladas de documentos secretos de la policía iraquí. Le hemos dado la vuelta al mundo intentando convencer a algún gobierno—cualquier gobierno—de la puesta en marcha de procedimientos legales contra Irak por genocidio. Ninguno quiso. A mediados de los noventa, cuando nuestros esfuerzos eran más intensos, los gobiernos temieron que acusar a Irak de genocidio sería demasiado provocativo—que pondría en peligro futuros acuerdos comerciales con el país, sería un mal uso de la influencia en Oriente Medio, provocaría represalias terroristas o, simplemente, costaría demasiado dinero.

Pero reclamar que se haga justicia o que se celebre incluso un enjuiciamiento penal no justifica una intervención humanitaria. Se deben dictar autos de procesamiento y se debe arrestar a los sospechosos si se atreven a salir al extranjero, pero el recurso extraordinario a la intervención humanitaria no debe utilizarse simplemente para garantizar la justicia por crímenes cometidos en el pasado. Como se señaló anteriormente, esta medida extrema sólo debe adoptarse para detener una matanza en curso o inminente, no para castigar un abuso cometido en el pasado.

Al declarar que los asesinatos oficiales en Irak no alcanzaban un nivel que justificara la intervención humanitaria, no somos insensibles a la terrible situación del pueblo iraquí. Somos conscientes de que en Irak se produjeron, con una frecuencia inquietante, ejecuciones sumarias, así como torturas y otros actos de brutalidad, hasta el final del régimen de Saddam Hussein. Dichas atrocidades deben enfrentarse con una presión pública, diplomática y económica, además del enjuiciamiento. Pero antes de asumir el riesgo sustancial para la vida que conlleva cualquier guerra, tiene que estar ocurriendo o ser inminente una matanza en masa. Este no era el caso en el Irak de Saddam Hussein en marzo de 2003.

La última opción razonable

De por sí, la ausencia de una matanza en masa en curso o inminente es suficiente para descalificar la invasión de Irak como una intervención humanitaria. No obstante, particularmente en vista del carácter despiadado del régimen de Saddam Hussein, es útil examinar el resto de criterios para una intervención humanitaria que, en gran medida, tampoco se cumplieron.

Como se señaló anteriormente, debido a los considerables riesgos que conlleva, una invasión sólo debe considerarse como una intervención humanitaria si se trata de la última opción razonable para detener los asesinatos en masa. Técnicamente, esta posibilidad no se planteó ya que no se estaban produciendo asesinatos en masa en Irak a principios de 2003. Pero vale la pena examinar si la intervención militar era la última opción razonable para detener los abusos que estuvieran ocurriendo en Irak.

No lo era. Si el propósito de la intervención era principalmente humanitario, se tendría que haber intentado al menos otra opción—el enjuiciamiento penal—mucho antes de recurrir a la medida extrema de la invasión militar. No existen garantías de que el enjuiciamiento hubiera funcionado, y se podría haber justificado el descartarlo si se estuvieran produciendo matanzas a gran escala. Pero dado que los abusos del gobierno iraquí eran más habituales que masivos, se debería haber intentado esta alternativa a la acción militar.

Por supuesto, un auto de procesamiento no es lo mismo que un arresto, un juicio o un castigo. Un simple papel no detendrá una matanza en masa. Pero como estrategia a largo plazo, la opción judicial podía considerarse prometedora. Las experiencias del ex presidente yugoslavo Slobodan Milosevic y del ex presidente liberiano Charles Taylor indican que una acusación judicial internacional desacredita considerablemente incluso a un dictador despiadado. Este enorme estigma tiende a debilitar, con frecuencia de manera inesperada, el apoyo al líder tanto dentro como fuera del país. Al permitir que Saddam Hussein gobernara sin el estigma de una acusación judicial por genocidio y crímenes contra la humanidad, la comunidad internacional nunca intentó una medida que podría haber contribuido a su destitución y una reducción paralela de los abusos del gobierno.

Al constatar que el enjuiciamiento no se intentó antes de la guerra, reconocemos que el Consejo de Seguridad de la ONU nunca se había planteado esta opción en más de una década de atención al caso de Irak. Al condenar los “actos de represión perpetrados contra la población iraquí en muchas zonas de Irak”, la resolución del Consejo de abril de 1991 sobre Irak (Resolución 688) supuso la primera vez que se trataba dicha represión como una amenaza para la paz y la seguridad internacionales. Pero el Consejo no procedió a emplear el mecanismo procesal obvio para frenar dicha represión. Sin embargo, si el gobierno de Estados Unidos hubiera dedicado a la justicia un nivel de atención parecido al que prestó a las presiones a favor de la guerra, existe una posibilidad razonable al menos de que el Consejo hubiera respondido.

Propósito humanitario

Toda intervención humanitaria debe realizarse con el objetivo de maximizar los resultados humanitarios. Reconocemos que es probable que no exista una intervención motivada únicamente por razones humanitarias. Los gobiernos que intervienen para detener una matanza en masa tienen inevitablemente otras razones, por lo que no insistimos en la pureza de los motivos. Pero es importante que las razones humanitarias sean las dominantes porque afectan a numerosas decisiones adoptadas en el transcurso de una intervención y la posguerra, que pueden determinar que logre o no su objetivo de rescatar a personas del peligro.

En el mejor de los casos, el humanitarismo, entendido incluso en términos amplios como la preocupación por el bienestar del pueblo iraquí, fue un motivo secundario para la invasión de Irak. Las principales justificaciones ofrecidas en el preludio de la invasión fueron la presunta posesión de armas de destrucción masiva por parte del gobierno iraquí, el hecho de que no las hubiera declarado desatendiendo numerosas resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y su presunta conexión con las redes terroristas. Los funcionarios estadounidenses también hablaron de una democratización de Irak que transformaría Oriente Medio. En esta maraña de razones, se mencionó la crueldad de Saddam Hussein con su pueblo—a veces de manera prominente—pero, en el período de anteguerra, nunca fue un factor dominante. No se trata simplemente de un argumento académico. Esta postura influyó, en detrimento del pueblo iraquí, en la manera en que se ejecutó la invasión.

Para empezar, si las fuerzas invasoras hubieran estado decididas a maximizar las repercusiones humanitarias de una intervención, habrían estado mejor preparadas para cubrir el vacío de seguridad que previsiblemente se iba a crear con el derrocamiento del gobierno iraquí. Era totalmente predecible que la caída de Saddam Hussein provocaría un desorden civil. Los levantamientos de 1991 en Irak estuvieron marcados por ejecuciones sumarias a gran escala. La política oficial de arabización planteaba la posibilidad de enfrentamientos entre los kurdos desplazados que intentaban recuperar sus casas y los árabes que se habían instalado en ellas. Otros cambios repentinos de gobierno, como la retirada serbobosnia de los suburbios de Sarajevo en 1996, se han caracterizado por una violencia generalizada, saqueos e incendios provocados.

En parte para prevenir la violencia y el desorden, el Jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos antes de la guerra, el General Eric K. Shinseki, predijo la necesidad de “varios” cientos de miles de tropas. Pero los líderes civiles del Pentágono desecharon este cálculo y lanzaron la guerra con un número considerablemente menor de tropas de combate—unos 150.000 soldados. Las razones para esta decisión no están claras, pero parecen deberse a una combinación de la fe que pone el gobierno de Estados Unidos en la alta tecnología armamentística, su aversión por la construcción de una nación, su poca disposición a tomarse el tiempo para desplegar tropas ante la subida de las temperaturas veraniegas en Irak y el calentamiento político de la oposición contra la guerra en todo el mundo, y su confianza excesiva en las ilusiones y el mejor de los casos. El resultado es que las tropas de la coalición se vieron rápidamente abrumadas por la enormidad de la tarea de mantenimiento del orden público en Irak. Los saqueos eran constantes. Se buscaban y vaciaban buzones de armas. La violencia era rampante.

El problema de la escasez de tropas se vio agravado por no contar con un número adecuado de soldados formados para tareas policiales. Las tropas regulares están entrenadas para combatir—para enfrentarse a amenazas con fuerza letal. Pero este presupuesto recurso a la fuerza letal es inapropiado e ilegítimo cuando se trata de las tareas policiales en un país ocupado. La consecuencia fue una serie constante de muertes de civiles cuando las tropas de la coalición—en guardia por los ataques regulares de la resistencia, algunos de ellos a traición—dispararon erróneamente contra la población civil. Esto sólo sirvió para aumentar el resentimiento entre los iraquíes y fomentó nuevos ataques. Habría sido mejor contar con tropas entrenadas en tareas policiales—es decir, entrenadas para emplear la fuerza letal como último recurso—para realizar humanamente las labores relacionadas con la ocupación. Pero el Pentágono no ha dado prioridad al desarrollo de las capacidades policiales entre sus tropas, dejando relativamente a pocas tropas capacitadas para ello en Irak.

Para poner la guinda, L. Paul Bremen III, administrador de Estados Unidos en Irak, disolvió a todo el ejército y la fuerza policial iraquí. Esto dejo a las autoridades ocupantes sin un gran número de efectivos autóctonos que podrían haber ayudado a imponer el imperio de la ley. Reconocemos que las fuerzas de seguridad o las agencias de inteligencia que habían participado en las atrocidades, tales como la Guardia Especial Republicana o el Mukhabarat, tendrían que haber sido disueltas y sus miembros enjuiciados. Algunos miembros del ejército y la policía iraquíes también fueron cómplices en las atrocidades, pero la culpabilidad entre el conjunto del personal era mucho menor. No había una justificación penal para la disolución masiva de estas fuerzas en lugar de perseguir individualmente a los culpables. La disolución general tuvo graves consecuencias para la seguridad del país.

La falta de un objetivo humanitario primordial también influyó en la actitud de Washington con respecto al sistema de justicia que debía emplearse para juzgar los crímenes de derechos humanos cometidos por los funcionarios iraquíes. Al gobierno de Bush, como a muchas otras personas, le habría gustado que los responsables de las atrocidades comparecieran ante la justicia, pero su aversión superior por la Corte Penal Internacional (CPI) le ha impedido recomendar la utilización del mecanismo judicial con más posibilidades de éxito. El gobierno ha insistido en que los funcionarios iraquíes acusados sean juzgados en un “proceso dirigido por iraquíes”. En teoría, es ciertamente preferible que Irak juzgue a sus propios acusados. Pero después de tres décadas y media de gobierno del Partido Baath, el sistema judicial iraquí no tiene una tradición de respeto por las garantías procesales ni la capacidad de organizar y juzgar un complejo caso de genocidio o de crímenes contra la humanidad. Si dichos procesos se celebran en los tribunales iraquíes, existen muchas razones para pensar que serían juicios en apariencia.

La solución obvia para este problema es establecer un tribunal penal internacional para Irak—ya sea totalmente internacional, como los creados para Ruanda y la antigua Yugoslavia, o con liderazgo internacional y participación local, como el tribunal especial para Sierra Leona. Aunque el gobierno de Bush ha respaldado a estos tribunales preexistentes, se opone terminantemente a la creación de un tribunal internacional para Irak. La razón parece residir en la CPI. La propia CPI sería ampliamente irrelevante para esta tarea, ya que su jurisdicción se iniciaría como muy pronto a partir de julio de 2002, cuando entró en vigor el tratado para su establecimiento. Pero el gobierno detesta tanto a la CPI que se opone a la creación de un tribunal internacional para Irak, por temor, aparentemente, a que dicho organismo proporcione credibilidad a todo el proyecto de justicia internacional y respalde indirectamente a la CPI. Una preocupación primordial por los mejores intereses del pueblo iraquí habría disminuido la posibilidad de que prevaleciera esta postura ideológica.

Cumplimiento del derecho humanitario

Se deben hacer todos los esfuerzos posibles para garantizar que una intervención humanitaria se realiza con estricto respecto por los derechos humanos y el derecho humanitario internacionales. El cumplimiento es un requisito en todos los conflictos—no es menos en el caso de una intervención justificada por razones humanitarias. La invasión de Irak cumplió ampliamente, pero no totalmente, este requisito. Las fuerzas de la coalición tuvieron un cuidado extraordinario para evitar dañar a civiles cuando atacaban objetivos fijados y preseleccionados. Pero su conducta en el ataque contra objetivos móviles impredecibles (targets of opportunity) no fue tan clara.

Como informó en detalle Human Rights Watch en su informe de diciembre de 2003 sobre la guerra, los esfuerzos de Estados Unidos por bombardear a los líderes iraquíes fueron un fracaso absoluto. El resultado de 0 de 50 objetivos alcanzados rayaba lo indiscriminado, al permitir el lanzamiento de bombas partiendo de pistas que indicaban poco más que el líder se encontraba en la comunidad. El resultado previsible fue un número considerable de víctimas civiles.

Las fuerzas terrestres de Estados Unidos, especialmente el Ejército, también utilizaron municiones de racimo cerca de áreas pobladas, con una pérdida previsible de vidas civiles. Después de que el uso de bombas de racimo en áreas pobladas provocara casi una cuarta parte de las muertes de civiles durante los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia en 1999, la Fuerza Aérea de Estados restringió considerablemente esta práctica. Pero parece que el Ejército de Estados Unidos nunca aprendió esta lección. Al responder a los ataques iraquíes en su avance por el país, las tropas del Ejército emplearon regularmente municiones de racimo en áreas pobladas, causando una pérdida sustancial de vidas. Dicho desprecio por las vidas civiles es incompatible con una intervención verdaderamente humanitaria.

Más bien que mal

Otro factor para evaluar el carácter humanitario de una intervención es si se ha calculado razonablemente para hacer más bien que mal en el país invadido. Existe la tentación de afirmar que cualquier cosa es mejor que vivir bajo la tiranía de Saddam Hussein, pero, lamentablemente, se pueden imaginar situaciones aún peores. Por muy despiadado que fuera su régimen, el caos y la guerra civil abusiva pueden ser aún más sangrientos, y es demasiado pronto para saber si dicha violencia podría surgir todavía en Irak.

No obstante, en marzo de 2003, cuando se inició la guerra, los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido tenían la clara esperanza de que el gobierno iraquí caería rápidamente y que el país emprendería pronto el camino de la democracia. El hecho de que no se equiparan con las tropas necesarias para estabilizar el Irak de posguerra disminuyó la posibilidad de que se hiciera realidad este panorama prometedor. Sin embargo, el análisis conjunto de las consideraciones justo antes de la guerra apoyaba probablemente la idea de que Irak estaría mejor si se ponía fin al régimen despiadado de Saddam Hussein. Pero ese factor, en vista del incumplimiento de otros criterios, no hace que la intervención sea humanitaria.

Aprobación de la ONU

Recibir el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU o de otro importante organismo multilateral antes de poner en marcha una intervención humanitaria tiene un valor considerable. La necesidad de convencer a los demás de la pertinencia de una posible intervención es una buena manera de guardarse de las acciones pretextuales o injustificadas. Un compromiso internacional con una intervención también aumenta la posibilidad de que se dediquen personal y recursos adecuados a ésta y a la posguerra. Además, la aprobación del Consejo de Seguridad, en particular, cierra el debate sobre la legalidad de la intervención.

Sin embargo, en situaciones extremas, Human Rights Watch no insiste en la aprobación del Consejo de Seguridad. En su estado actual, el Consejo es simplemente demasiado imperfecto para que sea el único mecanismo para legitimar una intervención humanitaria. La permanencia de algunos miembros es una reliquia de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, y su sistema de veto permite que esos miembros impidan el rescate de personas de las matanzas por estrechez de miras. En vista de estos defectos, es comprensible que se agote la paciencia con el proceso de aprobación del Consejo si se estuviera produciendo una matanza a gran escala. Sin embargo, dado que no existía tal urgencia en el caso de Irak a principios de 2003, el hecho de no obtener la aprobación del Consejo, mucho menos el consentimiento de algún otro organismo multilateral, influye considerablemente al valorar la justificación humanitaria esgrimida por las fuerzas ocupantes.

Reconocemos, por supuesto, que nunca se pidió al Consejo de Seguridad que considerara una intervención en Irak por razones puramente humanitarias. El argumento principal se basaba en la presunta posesión de armas de destrucción masiva por parte del gobierno iraquí y el hecho de que no las declarara. Aunque fuera así, la aprobación podría haber mejorado al menos algunos de los factores que se interpusieron en el camino para que la invasión fuera verdaderamente humanitaria. Lo que es más importante, una invasión aprobada por el Consejo habría movilizado probablemente a más tropas para sumarse a las fuerzas mayoritariamente estadounidenses y británicas, lo que implica que podrían haber mejorado los preparativos para el caos de la posguerra.

Conclusión

En definitiva, la invasión de Irak no pasó la prueba de una intervención humanitaria. Lo que es más importante, el nivel de asesinatos oficiales en Irak en ese momento no era excepcional como para justificar dicha intervención. Además, la intervención no era la última acción razonable para detener las atrocidades en Irak. La intervención no estuvo principalmente motivada por razones humanitarias. No fue ejecutada de manera que se maximizara el respeto por el derecho internacional humanitario. No fue aprobada por el Consejo de Seguridad. Finalmente, aunque cuando se inició existía la creencia razonable de que el pueblo iraquí saldría mejor parado, no se concibió ni llevó a cabo teniendo en mente, por encima de todo, las necesidades del pueblo iraquí.

Al comienzo de este ensayo señalamos que la polémica invasión de Irak supuso un contraste con las tres intervenciones africanas. Al afirmar esto, no queremos sugerir que estas intervenciones no sufrieron contratiempos. Todas ellas sufrieron, en mayor o menor grado, una mezcla de motivos, personal inadecuado, esfuerzos insuficientes para desarmar y desmovilizar a las fuerzas abusivas y falta de atención a las garantías de justicia y del debido proceso. Sin embargo, en última instancia, todas las intervenciones africanas enfrentaron la matanza en curso, estaban motivadas en gran parte por razones humanitarias, fueron ejecutadas con un respeto aparente por el derecho internacional humanitario, se puede decir que dejaron al país en mejores condiciones y recibieron la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU. Es significativo que todas fueran bien recibidas por el gobierno afectado, lo que implica que los criterios para examinarlas son más permisivos que para una intervención no consentida.

Sin embargo, aún teniendo en cuenta los problemas de las intervenciones africanas, la extraordinaria prominencia de la guerra en Irak hace que pueda influir mucho más en la opinión pública sobre futuras intervenciones. Si sus defensores continúan intentando justificarla como humanitaria cuando no es así, corren el riesgo de debilitar un mecanismo que, contra todos los pronósticos, ha logrado mantener su viabilidad en este nuevo siglo como instrumento para el rescate de personas frente a las matanzas.

La guerra de Irak subraya la necesidad de entender mejor cuándo se puede justificar una intervención militar en términos humanitarios. La antes mencionada Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía Estatal fue una iniciativa importante para definir estos parámetros. Además de con este ensayo, Human Rights Watch también ha contribuido periódicamente a este debate, y varios escritores académicos han aportado sus propias opiniones. Pero ningún organismo intergubernamental ha propuesto criterios para una intervención humanitaria.

Esta reticencia oficial no es sorprendente, ya que a los gobiernos no les gusta contemplar la posibilidad de intrusiones no consentidas en sus países. Pero parece que la intervención humanitaria ha venido para quedarse—como una respuesta importante y adecuada para las personas enfrentadas a la matanza en masa. En ausencia de un consenso internacional sobre las condiciones para dicha intervención, los gobiernos van a abusar inevitablemente del concepto, como ha hecho Estados Unidos en sus esfuerzos a posteriori por justificar la guerra de Irak. Human Rights Watch insta a las organizaciones intergubernamentales, particularmente a los órganos políticos de las Naciones Unidas, a que rompan el tabú sobre el debate de las condiciones para una intervención humanitaria. Cierto consenso sobre estas condiciones, además de promover el uso apropiado de la intervención humanitaria, contribuiría a impedir el abuso del concepto y preservar, por lo tanto, un instrumento necesario para algunas de las víctimas más vulnerables del mundo.


PREFACIO
EL PODER EJECUTIVO DESPUÉS DEL 11 DE SEPTIEMBRE EN EE.UU
REFLEXIONES SOBRE 25 AÑOS DEL MOVIMIENTO PRO DERECHOS HUMANOS
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