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Informe 2002
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La Situación de los Derechos Humanos

El Presidente Alberto Fujimori y el partido político que lidera, Cambio 90-Nueva Mayoría (C90-NM), continuaron socavando el Estado de derecho y la independencia de la judicatura durante 1998. Al mismo tiempo, impidieron el ejercicio de ciertos derechos políticos. Aunque siguieron declinando la violencia política y las violaciones de los derechos humanos asociadas con la lucha contrainsurgente, la incidencia de la violencia criminal aumentó, lo que provocó que el Congreso controlado por C90-NM delegara facultades en el Poder Ejecutivo para imponer nuevos y duros decretos contra la delincuencia que podrían conducir a violaciones de los derechos de los presuntos delincuentes. Los decretos permiten el uso de tribunales militares para juzgar crímenes graves, restricciones sistemáticas de los derechos del sospechoso y de las garantías del debido proceso, y que el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), responsable de violaciones graves de los derechos humanos cometidas en la lucha contra los insurgentes de izquierda, contara con una función especial de coordinación.

La independencia judicial, que ya era precaria en Perú, sufrió un importante retroceso en marzo, cuando los siete componentes del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), organismo autónomo establecido en la Constitución para nombrar y suspender a jueces y fiscales, renunciaron en protesta por una ley que limitaba su capacidad de investigar irregularidades cometidas por jueces y de suspender a los hallados culpables. El CNM ya había sufrido limitaciones progresivas de su autoridad; en 1996, comisiones ejecutivas lideradas por personas nombradas por el Gobierno recibieron el control de la reorganización de la judicatura y de la Fiscalía de la Nación y, en enero de 1997, la CNM perdió su autoridad constitucional para nombrar fiscales. Se informó que la ley de marzo de 1998 había surgido a raíz de una inminente investigación por parte del CNM de la conducta de seis jueces que presuntamente habían fraguado una sentencia condenando al Banco Central de Reserva a pagar 40 millones de dólares de compensación a una compañía privada.

La presencia abrumadora del Poder Ejecutivo se hizo sentir también en asuntos electorales durante el año, mientras el Presidente Fujimori seguía realizando maniobras para poder presentarse a las elecciones por tercer vez, a pesar de que la Constitución limitaba a dos mandatos consecutivos el período en el cargo de cualquier presidente. En diciembre de 1997, el Congreso de Perú, dedicado a refrendar las políticas presidenciales, alteró la composición del Jurado Nacional e Elecciones (JNE) al otorgar los mismos poderes a los jueces provisionales y a los jueces permanentes, lo que permitía a los primeros votar y presentarse como candidatos a la JNE. El nombramiento de jueces sin puestos permanentes a la JNE, que la Constitución contemplaba como un organismo autónomo en encargado de observar la legalidad de las elecciones, concedió al Gobierno una fuerte influencia sobre sus decisiones. En agosto de 1998, la JNE decretó que era necesaria una votación en el Congreso para autorizar un referéndum sobre el derecho de Fujimori a ser reelegido, lo que contradecía una decisión que había adoptado antes del cambio en su composición y garantizaba que el Congreso pudiera detener las iniciativas ciudadanas para forzar un referéndum. Los grupos ciudadanos ya habían reunido los 1,4 millones de firmas necesarias para la celebración de un referéndum, y las encuestas realizadas en Lima mostraban que el 70 por ciento de la población capitalina apoyaba la iniciativa, pero el Congreso votó en contra de la misma.

Las organizaciones de derechos humanos y de libertades civiles continuaron afirmando que el misterioso Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) estaba detrás del hostigamiento constante a opositores a la administración Fujimori, especialmente los periodistas. Mientras tanto, agentes del SIN gozaron de impunidad por las graves violaciones de los derechos humanos cometidas en años anteriores. Durante 1998, varios oficiales de inteligencia acusados de cometer abusos de los derechos humanos en 1996 y 1997 fueron puestos en libertad o absueltos, mientras que una junta de investigación del Congreso afirmaba que el SIN no era responsable de la vigilancia electrónica de líderes de la oposición, a pesar de las pruebas abrumadoras de su involucración.

A mediados de 1998, más de la quinta parte de la población peruana y 16 por ciento del territorio nacional seguían gobernados bajo el estado de emergencia, mantenido basándose en que los grupos guerrilleros de izquierda continuaban los ataques. El estado de emergencia subordinaba las autoridades civiles a los mandos político-militares y limitaba el disfrute de derechos tales como la libertad personal, la inviolabilidad del hogar y la libertad de movimientos. Durante 1998, no se reportaron graves acciones armadas por parte de las fuerzas guerrilleras antigubernamentales en todas las áreas reguladas por estados de emergencia. Dicha actividad se limitó en general a bolsas aisladas en los departamentos de Ayacucho, Huánuco, Junín, Pasco, San Martín y Ucayali, donde columnas pertenecientes a Sendero Luminoso continuaron atacando a soldados y cometiendo abusos graves contra la población civil.

Según el Instituto de Defensa Legal (IDL), entre enero y julio, Sendero Luminoso asesinó a 36 civiles, la mayoría de ellos funcionarios comunitarios de bajo rango y líderes de movimientos sociales, en el área del valle de Huallaga. Además, Sendero Luminoso fue responsable de un ataque del 8 de agosto durante una reunión electoral en Saposoa, en el departamento de Huallaga, y mató a tiros a un hombre y una mujer. Desde allí, los guerrilleros se desplazaron 75 kilómetros hasta la ciudad de Atarraya, donde irrumpieron en otra reunión electoral celebrada por el grupo Vamos, Vecino, capturaron a Celso Rodríguez Vargas, alcalde de Saposoa y candidato electoral, lo ataron y lo sometieron a un "juicio" sumario. Un testigo dijo que los residentes pidieron que le perdonaran la vida, pero el jefe guerrillero les dijo que lo iban a juzgar por ser candidato del partido en el poder. Según el testigo, lo obligaron a arrodillarse y le dispararon en la cabeza. Antes de partir, incendiaron el vehículo de Rodríguez y advirtieron a los residentes que cesaran de apoyar a candidatos gubernamentales. Sendero Luminoso también dejaron folletos con amenazas en las casas de candidatos a la alcaldía en varias provincias de los departamentos de Huánuco y San Martín.

Cuando se escribió este informe, las organizaciones de derechos humanos peruanas no habían informado de ninguna "desaparición" política o ejecución extrajudicial por parte de las fuerzas gubernamentales, en comparación con los dos casos denunciados en 1997, ninguno de los cuales se saldó con la condena a los responsables. Sin embargo, sí tuvieron lugar abusos violentos relacionados con la lucha contra la delincuencia, entre ellos al menos una ejecución extrajudicial.

Mientras seguía disminuyendo la violencia política, aumentó la preocupación pública sobre un incremento aparentemente drástico de la delincuencia común violenta, la mayoría atribuida a bandas organizadas que operaban en grandes ciudades, especialmente Lima. Mientras que en años anteriores la violencia criminal había estado asociada principalmente con los barrios urbanos pobres, durante 1997, las áreas residenciales acomodadas de la ciudad se vieron cada vez más amenazadas por las actividades de bandas fuertemente armadas. Cada vez eran más frecuentes los robos de bancos, los atracos a mano armada y los secuestros. Algunas víctimas fueron disparadas y asesinadas por sus atacantes. Muchos ex policías o policías fuera de servicio y personal militar participaron en la delincuencia organizada, utilizando técnicas de tipo militar que dificultaron aún más su detección. Frente a la violencia criminal, el Poder Ejecutivo introdujo diez decretos en virtud de los poderes que le delegaba la Ley No. 26950, decretada por el Congreso el 19 de mayo. Al equiparar la seguridad nacional con el orden público, el Congreso concedió 15 días a la administración Fujimori para aprobar decretos "sobre cuestiones de seguridad nacional". El Gobierno anunció que sus medidas estaban destinadas a resolver "una situación de violencia creciente que se viene produciendo por las acciones de la delincuencia común organizada en bandas utilizando armas de guerra y explosivos y provocando un estado de zozobra e inseguridad permanente en la sociedad."

En conjunto, los decretos menoscababan las garantías del debido proceso de los presuntos delicuentes de numerosas maneras y abrían la posibilidad a los procesamientos arbitrarios. Al mismo tiempo, transfirieron parte de la autoridad de aplicar la ley y el orden de las cortes civiles y la Policía Nacional (PN) a los tribunales militares y el SIN. Por ejemplo, el Decreto Legislativo No. 895 creaba el nuevo crimen de "terrorismo agravado", aplicable al que "integra o es cómplice de una banda, asociación o agrupación criminal que porta o utiliza armas de guerra, granadas y/o explosivos, para perpetrar un robo, secuestro, extorsión u otro delito..." La policía podía detener a sospechosos sin cargos durante un máximo de 15 días, y no se permitía la libertad provisional bajo ningún concepto. Los tribunales militares, que ya tenían competencia sobre los civiles acusados de traición, están compuestos por oficiales militares de servicio sin la debida capacitación judicial, y han sido criticados constantemente por los organismos internacionales de derechos humanos por su negación sistemática del debido proceso. Los menores se enfrentaban a una sentencia mínima de 25 años si eran juzgados por estos tribunales. Para los adultos, la pena estipulada para el terrorismo agravado era de cadena perpetua, tanto para las personas que cometieron el delito como para los que colaboraron con ellas. En esta última categoría se incluía cualquiera que hubiera suministrado información utilizada en la comisión del delito, independientemente de que esa información se hubiera ofrecido con la intención de ayudar al delincuente. La amplia gama de circunstancias que podrían interpretarse como colaboración con un terrorista abrieron la posibilidad de procesamientos y condenas infundados. Dos disposiciones de los decretos limitaban la eficacia del recurso de hábeas corpus contra las detenciones arbitrarias. En los casos de terrorismo agravado, los recursos de hábeas corpus serían procesados por jueces militares, que carecen de las garantías de independencia necesarias para decidir sobre una detención realizada sin fundamentos legales razonables. El Decreto No. 900 transfería la competencia sobre los recursos de hábeas corpus en otros casos de los más de 40 juzgados penales del área limeña a un juzgado especializado, una medida que podría ralentizar aún más el procesamiento de estos recursos.

Los decretos contra la delincuencia estaban inspirados en aspectos de las leyes destinadas a la lucha contra los guerrilleros de izquierda, a pesar de que se había demostrado que dichas leyes resultaban en violaciones de los derechos humanos e impunidad. Por ejemplo, el Decreto No. 897 prohibía a los tribunales llamar a declarar a los agentes de policía que habían interrogado a los sospechosos, una característica de las leyes antiterroristas vigentes que había reducido drásticamente la posibilidad de demostrar que se había forzado la confesión del acusado. El Decreto No. 901, que permitía la inmunidad o la reducción de penas para los que ofrecieran voluntariamente información de inteligencia sobre actividades criminales, era idéntica a una disposición de la ley antiterrorista que había conducido a numerosas condenas indebidas, debido a que las autoridades no habían establecido métodos eficaces para eliminar las declaraciones coaccionadas o falsas del proceso judicial. El Decreto No. 904 contemplaba la creación de una Dirección Nacional de Inteligencia para la Protección y Tranquilidad Social, un organismo orweliano dependiente del SIN y encargado de coordinar y dirigir la inteligencia policial. El papel asignado al SIN era especialmente inquietante en vistas de las pruebas bien fundadas de su participación en el hostigamiento de opositores políticos al gobierno actual.

La policía, los soldados y las unidades de inteligencia recibieron más autoridad para luchar contra la delincuencia--mientras estaban sometidas a menos salvaguardias institucionales -, a pesar de que la tortura y la brutalidad eran ya características del trato policial a los presuntos delincuentes. El 7 de febrero, dos agentes de la Policía Nacional detuvieron a Willi Llerena Macedo y a Paolo Herrera Lesama en la ciudad de Pullcapa, departamento de Uyacali. Durante la detención y el traslado a la estación de policía, los policías propinaron presuntamente una paliza a ambos. Finalmente, pusieron en libertad a Herrera pero se negaron a informar a la familia de Llerena sobre su paradero y estado de salud. El 9 de febrero, la policía les dijo que Llerena había sido trasladado al hospital, donde su familia lo encontró en la morgue. Según el certificado de defunción, había padecido graves heridas en la cabeza. Como había ocurrido en casos anteriores relacionados con muertes como resultado de tortura, ambos agentes de policía fueron acusados de asalto mortal y abuso de autoridad. Sin embargo, en los casos no mortales, dichos cargos siguen siendo muy escasos.

Cabe reconocer que, en julio, el Congreso aprobó una ley que tipificaba el delito de tortura dentro del código penal. Esta reforma, que había sido defendida durante años por organizaciones de derechos humanos, fue propuesta por primera vez en abril de 1996 por un congresista de la oposición. La tortura, junto con el genocidio y las "desapariciones", fue clasificada como un crimen de lesa humanidad. La ley estipulaba penas que iban de los cinco años de cárcel para los casos menos graves a 20 años para los casos en que fallecía la víctima como resultado de la tortura. Los médicos que asistían en la tortura estaban sometidos a las mismas penas. Además, la ley disponía claramente que los agentes de policía y los militares acusados de tortura serían juzgados por cortes civiles; la competencia militar había sido uno de los principales obstáculos para el procesamiento con éxito de torturadores.

El gobierno de Fujimori hizo progresos en los casos de personas indebidamente acusadas de terrorismo o condenadas. Siguiendo las recomendaciones de una comisión nombrada en 1996 para revisar dichos casos, el Presidente Fujimori siguió indultando a presos inocentes. En lo que iba de año hasta el 1 de septiembre, 88 personas habían sido indultadas, lo que arrojaba un total de 438 indultos. La finalización del mandato de la comisión estaba prevista para el 31 de diciembre de 1998.

Periodistas que expusieron las malas acciones de funcionarios públicos continuaron padeciendo amenazas anónimas y represalias a través del sistema de justicia. Los críticos del gobierno de Fujimori sufrieron consecuencias similares. Las víctimas atribuyeron los ataques a las acciones directas o indirectas del SIN. José Arrieta Matos, famoso reportero de Frecuencia Latina, salió del país en enero al saber que iban a detenerle acusándole falsamente de obstrucción a la justicia y desacato. Arrieta había encabezado una investigación en 1997 del caso de Leonor La Rosa, ex agente del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) torturada por sus superiores cuando sospecharon que había informado a periodistas sobre violaciones de los derechos humanos. En marzo, fue inculpado en ausencia de inducir presuntamente a otro ex agente de inteligencia a acusar falsamente al ejército de participar en un ataque de 1991 contra la casa del congresista de la oposición Javier Díez Canseco. El agente, José Luis Bazán Andrienzen, fue detenido por el ejército en abril de 1997 por revelar secretos de Estado, y, tras su puesta en libertad en diciembre, se retractó de lo que había declarado previamente a Arrieta, evidentemente bajo presión. En marzo de 1998, el Segundo Juzgado Penal de Lima decretó que no existían pruebas para enjuiciar a Arrieta, pero su familia siguió sufriendo intimidaciones. En mayo, dentro de la práctica sistemática del hostigamiento ahora común en Perú, funcionarios de hacienda visitaron su casa e intentaron presuntamente persuadir a su madre para que firmara documentos que podrían implicarlo en la evasión de impuestos. En julio, Estados Unidos concedió asilo político a Arrieta.

Otros informes del hostigamiento a periodistas se centraron en el diario La República, crítico abierto de la administración Fujimori. Ángel Páez, uno de los principales reporteros de investigación del periódico, recibió amenazas de muerte anónimas en abril, tras la publicación de una fotografía de un ex agente de inteligencia del ejército en una oficina que, según el diario, era empleada para intervenir los teléfonos de líderes de la oposición. Ese mismo mes, los periodistas empezaron a sospechar que los servicios de inteligencia peruanos estaban detrás de una campaña de desprestigio contra periodistas de La República organizada en cuatro tabloides populares: El Chino, El Tío, La Nueva Chuchi, y El Mañanero. Además de Páez, entre los objetivos de los ataques se encontraban Fernando Rospigliosi, Edmundo Cruz y el propietario del periódico, Gustavo Mohme, que fueron acusados de traición a la patria, falsos demócratas, comunistas o simpatizantes de la guerrilla. Dadas las medidas implacables y con frecuencia abusivas adoptadas por las autoridades contra las personas sospechosas de compartir estas características, la campaña de desprestigio planteó un grave riesgo para sus destinatarios.

En mayo, se informó que periodistas de El Dominical, el suplemento de uno de los diarios más antiguos de Lima, El Comercio, habían recibido amenazas de muerte. Las amenazas precedieron la publicación de una entrevista con Julio Salas, un ex agente de policía que huyó de Perú en 1997 debido al hostigamiento del que fue objeto tras denunciar la participación del SIN en una falsa investigación fiscal del propietario del Canal 2 de Televisión, Baruch Ivcher Bronstein. Los representantes del periódico sospechaban que la información sobre el artículo inminente había sido obtenida por medio de la intervención ilegal de llamadas telefónicas. También en mayo, un interlocutor anónimo amenazó con matar a Cecilia Valenzuela, otra renombrada periodistas de Andina de Televisión.

La administración Fujimori no intentó revertir los efectos negativos de la amnistía aprobada en 1995 para proteger al personal militar y policial acusado de violaciones de los derechos humanos frente al enjuiciamiento, a pesar de que las Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenaron la medida. La impunidad fue la regla general con respecto a los crímenes de derechos humanos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad desde el decreto de amnistía, a pesar de que los crímenes cometidos después de 1995 no estaban cubiertos por los términos del mismo. En enero, el Primer Juzgado Penal de Puno absolvió de los cargos de terrorismo a siete hombres presuntamente relacionados con un ataque con explosivos, en octubre de 1996, a la delegación en Puno del Canal 13-Global Televisión. Cinco de los hombres era soldados y uno era un miembro conocido del llamado Grupo Colina, un escuadrón de la muerte del ejército responsable de "desapariciones" y asesinatos políticos en los últimos años. El 8 de septiembre, la Corte Suprema revocó la decisión y ordenó un nuevo juicio de los acusados, pero para entonces ya estaban en libertad. No se detuvo ni inculpó a nadie por el asesinato en marzo de 1997 de Mariella Lucy Barreto Riofano, una ex agente del SIE de la que se sospechaba que había sido asesinada por miembros del Grupo Colina por filtrar información a la prensa sobre violaciones de los derechos humanos cometidas por este escuadrón de la muerte.

El 28 de mayo, la Comisión de Defensa Nacional, Orden Interno e Inteligencia del Congreso, presidida por Martha Chávez, leal a Fujimori, publicó un informe definitivo sobre su investigación de las presuntas escuchas telefónicas a líderes de la oposición y periodistas por parte de agentes del SIN, que habían sido denunciadas en 1997 por el Canal 2 de Televisión y otros medios de comunicación, basándose en parte en el testimonio de ex agentes de inteligencia que dijeron haber participado en los hechos. En el informe se concluía que no existían pruebas de la participación del ejército o de los servicios de inteligencia en las escuchas telefónicas--que habían afectado a cerca de 200 políticos y personalidades--y se afirmaba que el equipo necesario para intervenir llamadas no era ni caro ni sofisticado, sugiriendo que cualquiera podría ser el responsable. Mientras concluía que no existía ninguna responsabilidad por parte del Poder Ejecutivo, Chávez acusó a los periodistas de negarse a cooperar con la investigación y pidió un debate para considerar la limitación del secreto periodístico.


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